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Surfeando el ártico: Lofoten.

En un par de semanas me vuelvo al ártico. Esta vez a esquiar. Ya casi se me hace rutinario ir al ártico; llevo haciéndolo muchos años ya y en bastantes tipos de viajes distintos. Siempre me ha hecho sentirme como en casa. Sus paisajes, sus mares, sus aires, sus gentes, sus luces, sus montañas…Como bien suelo decir: “me encontrarás entre borrascas, donde los montañas se encuentran con el océano.”

El volver a estar esta semana en la costa, de vuelta al surf y acabando de planear este viaje, ha hecho que por fin esté escribiendo esta crónica surfera por la costa ártica Noruega de hace dos años. En ese momento no existía Onthebelay, así que ya se estaba alargando hacer este relato.

En el momento de ese viaje llevaba casi un año y medio viviendo en Chamonix, y empezaba a echar mucho de menos por un lado Noruega y por el otro sentir el océano deslizando entre los dedos desde la tabla. Roman,un gran colega con quien había trabajado de guía en los fiordos y hecho bastante troterías, también tenía unas semanas disponibles así que decidimos subirnos las tablas y ver que pasaba.

Fuímos alrededor de un mes, de mediados de septiembre a mediados de octubre. Me gusta viajar trazando un par de líneas generales, con tiempo y sin perderse mucho en los detalles. Estaríamos alrededor de Tromsø unos días visitando un par de amigos para enseguida bajar a Lofoten. Lo haríamos a través del Hurtigruten, el antiguo servicio costal express de la costa Noruega, y según lonely planet “el viaje por mar más bello del mundo”. Este tipo de frases le encantan a Lonely planet, deben vender bien; no se si será verdad pero desde luego que el tramo de Tromsø a Leknes fue espectacular.

Alquilamos un coche en Tromsø y conseguimos que nos prestasen una casa en un pueblito de la costa, Eggum. Curiosidades del destino, quien nos prestó la casa era la madrastra de Jørn quien un par de años antes, había grabado “northern from the sun”.

Por si eso fuese poco, nuestro único vecino era un viejo lobo de mar,Jørgen, con una energía increíble a sus setenta años y tras llevar desde los catorce, temporada tras temporada en la campaña del bacalao. Era prácticamente el sheriff del puerto; aunque el puerto era de su familia y bastantes de los barcos más modernos, nada le gustaba más que despertarse al amanecer, ir a ver a sus ovejas, preparar su pequeño barco tradicional y traernos algo de pescado mientras nos contaba viejas batallitas y nos apuntaba hacia playas escondidas dónde podría merecer la pena echar un ojo.

 Ahora ya teníamos ruedas, campo base, algunas ideas de por dónde comenzar a explorar, el material de vivac y ganas de empezar.

Unstad es la playa más famosa para el surf de Lofoten, es un pueblito agradable con un surf camp y una tienda de surf; vamos, donde se concentra el ambientillo. La disposición del valle, de sus pastos, de sus lagos y sus cumbres graníticas son realmente espectaculares. La ola no se queda nada corta: es una bahía muy abierta a la que entra el mar con muchísima fuerza. De arena con bloques de granito, tiene un point break de derechas muy cañero en la franja de roca de la izquierda, y más hacia el centro y la derecha de la playa salen picos típicos de playa más facilones. Empezamos por surfear allí. Era otoño y de gente se estaba muy a gusto, aún así había siempre gente en el agua y viendo el tamaño del surf camp y los carteles que regulan el aparcamiento estival, tiene pinta que puede sorprender la de gente que se concentra ahí arriba.

De temperatura el agua estaba sobre los 11 grados, temperatura ambiente entre los 4 y 12º. Algunas mañanas podía helar e incluso nevar en las cumbres, el sol si salía, calentaba y el viento solía pegar con fuerza. Roman llevó un Rip Curl 5/4/3 y yo el Patagonia R4 algo más gordo. Para los baños en Unstad el 5/4/3 era mejor opción por ser más ágil y menos físico, mientras que se aguantaba el frío. Sin embargo, para los días en picos remotos en los que dormíamos en tienda de campaña y que había que meterse al segundo baño con el traje medio congelado y al salir cambiarse al viento…Esos días me encantaba tener el R4 con su recubrimiento completo de lana de Merino por dentro, pese a que la remada se haga dura los primeros días.

Evidentemente, Unstad da una gran postal y un gran recuerdo, pero no fuimos hasta Lofoten para ir a la playa cómoda al lado del surf camp y a la que se llega con el coche hasta el pico. Una de las cosas que más nos seducía de este viaje es que hay pocas playas con carreteras de acceso. Muchas veces hay que currarse las olas. El clásico #earnyourturns de esquí de travesía, aquí también se podía aplicar; eso nos gusta y mucho. Hicimos un test piloto de vivac en Unstad para comprobar nuestra teoría y optimizar esto del surf de vivac en el ártico. Todo fue perfecto, incluso vimos auroras boreales esa noche. No nos costó demasiado meternos en el neopreno mojado y medio congelado a la mañana y encima dormimos casi diez horas. Ni las ovejas parecían sorprendidas. Nos vimos ya como dos tipos muy curtidos y dímos por válido el bautismo de fuego. Ya estábamos listos para coger el mapa, marcar arenales remotos, intentar cuadrar la alquimia con los mapas de dirección del mar, buscar rutas de acceso y al lío.

 

Pasamos un par de días explorando cerca de casa en las islas de Vestvågøy y Flakstadøy. Sin complicarnos demasiado, encontramos zonas muy interesantes a explorar por las que fuimos en bici o a pie y descubrimos pointbreaks y arenales realmente buenos. Nos empezábamos a creer los maestros de la alquimia del mapa de costas y del de isobaras.

Un día Jørgen, el marinero, nos convencio para que fuesemos de expedición a Kvalvika, la famosa playa de la cabaña de Northern from the sun; sobre todo, por que él había ayudado a los chavales a reconstruir la cabaña y por qué un lugar de tal belleza y llamado la bahía de las ballenas, pues no nos lo podíamos perder.

El día que fuímos, por todas las playas que se veían desde la carretera, el mar estaba como un espejo, no había nada de olas. Queríamos pasar la noche en Kvalvika ya que para llegar hay que subir y bajar la montaña. No es que sea excesivo, pero ya será una horita y media. En el arcén que se aparca, vímos que había un puñado de coches, así que decidimos llevar todo el equipo de vivac por si acaso. Ní sacamos las tablas del coche, puesto que hasta allí el mar estaba completamente plato. Eso sí, Román se sentía un poco enfermo de la garganta así que me convenció para que aprobase el llevar la petaca de ron; medicinal, claro está.

Cuando por fín llegamos al collado en el que se ve desde arriba la playa, era todo tan bonito…De repente hacia el fondo de la bahía empezamos a ver salpicaduras y un lomo de ballena que asomaba repetidamente. La bahía de las ballenas. Empezamos a saltar de  alegría, aullar, imitar a los cetáceos, nos abrazamos…no nos lo podíamos creer. Impresionante.

Al de un rato, la ballena no se había movido demasiado, y tras sacar los catalejos, descubrimos que el lomo de la ballena era una gran roca y el sifón se producía cada vez que le golpeaban las olas. La verdad que engañaba mucho, pero qué más da, ese momento de felicidad ahí lo tenemos.

Cuando llegamos abajo, vimos un par de grupitos acampados alrededor de hogueras, y enseguida nos saludaron unas danesas que nos enseñaron dónde estaba la casita oculta. Efectivamente, esa película ha inspirado a más gente de la que pensábamos y la casita se ha vuelto un especie de lugar de peregrinaje a lo “into de wild 2.0”.

Tampoco había tanta gente en realidad, pero nos llamó un poco la atención. La caseta es diminuta, pero ya había cuatro personas instaladas para dormir. No se ni como es posible caber más de dos, nos insistieron para que pasaramos la noche dentro pero no tardamos ni un segundo en decidirnos por montar nuestro vivac y estar tranquilitos al aire fresco.

Tras dejar los mochilones y mirar al mar de cerca vímos ¡que había olas! ¡Cómo era posible, si estaba completamente plato! Como se conoce la costa el viejo Jørgen….

Estábamos cansados, no habíamos cenado, ni montado el campamento, estaba empezando a anochecer, pero aún así decidimos volver a por las tablas a paso ligero. Evidentemente nos vimos obligados a darle un traguito a la petaca antes de ir, para que no se nos quede fría la garganta y eso.

Hicimos la vuelta prácticamente corriendo, cogímos las tablas enseguida y otra vez de vuelta. Conseguimos llegar a la playa justo en el momento que anocheció de verdad. Montar el vivac y a dormir.

A la mañana siguiente nos despertamos con el sonido de las olas y la vista de tres danesas haciendo yoga desnudas en la orilla. En ese momento le perdonamos al karma por lo de la ballena, nos comimos toda la comida que nos quedaba y para el  agua. Éramos los únicos con tablas de surf y los excursionistas se mostraban perplejos como si fuéramos astronautas. ¿No estaban allí por una peli de surf? ¿Qué demonios se pensaban que íbamos a hacer?

Fuimos para el agua, y casualidad que un gran tipo con el que estuvimos cenando y al que le gustaba la fotografía nos sacó un par de fotos chulas. Gracias Yannick. Aunque probablemente fuese el día que surfeamos olas más pequeñitas, tengo un recuerdo especial de ese baño y seguramente sea por ese par de fotos que tenemos.

Ese día se nos fue un poco de las manos y estuvimos más de cuatro horas en el agua en distintos picos de la playa. Volvimos al campamento desfallecidos, prácticamente no nos quedaba comida ni agua pero Yannick nos había convencido el día anterior para subir a lo alto de uno de los pilares de la playa. Antes de ponernos en marcha, acabamos la poca comida que teníamos, que vino a ser las sobras de pan con el azúcar del café. Sí; trozos de pan duro con un puñadito de azúcar encima. Dos o tres pedazos como mucho. La subida de una horita la hicimos con bastante dignidad y las vistas fueron increíbles. Sin duda mereció la pena.

Sin embargo la vuelta hasta la playa, recoger todo el material y volver al coche fue horroroso. Hubo un momento en el que le tuve que esperar un rato a Roman porque había perdido una chaqueta más atrás en el camino. Tenía tanta hambre que me comí los pocos arándanos maduros que había, todos los que no estaban maduros y alguna que otra hierba. Una vez llegamos al coche, como no podía ser de otra forma, había un buen tirón hasta el primer pueblo que pudiese tener alguna tasca abierta. Al final, con un buen par de pizzas familiares con carne de Reno y un par de cervezas, las cosas se veían de otra forma. Un día memorable sin duda. Tampoco fue el mejor de surfing.

La siguiente semana exploramos bastante; bajamos hasta Å, el pueblo más al sur de Lofoten y encontramos buenos picos también por Andøya. Sin embargo, creo que el mejor surfing lo encontramos en un lugar bastante remoto por el este de Lofoten al que nos llevaron los locales de Unstad el típico día de maratón con condiciones caprichosas. Lo guardaban un poco receloso, a lo secret spot, aunque había un buen grupete en el agua. Ni me acuerdo del nombre del sitio ni demasiado bien de como llegar, pero espero que visto en situación lo sepa encontrar de nuevo porque el sitio era espectacular. Vaya como entraba el mar en esa bahía de de bloques de granito…Estaría entre los mejores baños que me dí ese año, y si ya tenemos en cuenta el paisaje, la luz, el aire, las montañas…casi que me dan ganas de subirme la tabla con los esquís en un par de semanas. Mirando en el carrete, ni tenemos fotos de ese día, es curioso. De alguna forma siempre consigo olvidarme de hacer fotos en estas situaciones.

Lofoten es un lugar increíble y no todo es surf. Muchos días hicimos excursiones por la montaña, fuímos a refugios, es uno de los mejores lugares de Europa para hacer alpinismo y todos y cada uno de los pueblos que tiene merecen ser visitados.

He estado allí tres veces y puedo afirmar que el turismo crece año a año, pero sin duda alguna es un lugar con una magia especial en el que el aire se siente fresco, la luz intensa, el atlántico ruge contra colosos de granito y donde vive gente de pocas palabras, tan recia, como simple y generosa.

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1 comentario en «Surfeando el ártico: Lofoten.»

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